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viernes, 16 de septiembre de 2011
Shirley recuerda, ahora sentada frente a la ventana, el color rojo. Aunque ya no sabe si el de su cabeza es la copia exacta de la realidad, tiene una imagen nítida de la belleza del color de la fresa, del relleno de la última paleta que se llevó a la boca.
-Yo no soy vanidosa -dice sin titubeos- mientras la persona que le hace la entrevista piensa en los desproporcionados alcances de la malicia humana
-Yo quiero que se haga justicia, yo quiero que la persona que me quemó la cara pague por lo que hizo... a mí nunca me ha importado mucho la belleza física y tal vez por eso no me siento tan mal. Pero quiero que alguien haga algo -agrega llevándose la mano al cuello para aliviar esa rasquiña que la vuelve loca-. Ahora con su cara quemada, su millón de sonrisas quemadas, su cuello quemado, su pecho quemado y con la marca de un tarro de vitriolo, guarda silencio y recuerda otra vez el color rojo, el color que nunca más verá, ni en las manzanas, ni en las fresas, ni tampoco en la sangre que recorre su cuerpo despojado de sueños.


Mientras Shirley guarda silencio, yo puedo ver el color rojo de su falda y pienso que me encantaría que existiera la ley del Talión en Colombia, ojo por ojo, diente por diente. Y sería aún más fácil que en Irán porque aquí Shirley no vale la mitad de lo que vale su agresor. Los dos ojos de Shirley por los dos ojos de él.
Si ella no puede ver el color rojo, que él no pueda ver ningún maldito color.

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