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martes, 20 de noviembre de 2012
¡Camilo está muerto! -gritó desgarradamente Adela- y enseguida todos sus niveles de alcohol se le fueron a la panza.   Siempre le rogó que se midiera,  que tomara trago con justa medida como ella,   pero en las fiestas de Pacho Cundinamarca eso no era posible.  Camilo tomaba los nueve días de las fiestas sin parar, así había sido hasta este día en el que había estado bailando con la muerte bajo la luz de la luna y viendo con ella el sol de la madrugada.
Adela en cambio tomaba chicha todos los días en la mañana y en la tarde. Campesina alcohólica no reconocida,  alcohólica por automedicación después de concluir que la matriz  era un animal inquieto responsable del dolor que sufría permanentemente.  El tratamiento entonces para este tipo de molestia era emborracharlo y así evitar que se moviera.
Adela cayó de rodillas llorando y recostó su cabeza en el pecho de Camilo.  Le mojó la camisa con mil gotas mientras emitía un grito desgarrador que despintaba su garganta, un grito que se perdió entre la pólvora y que nadie oyó jamás.

Llegó a su memoria el recuerdo del día de la muerte de su padre, junto a ella.  Lo recordó como si acabara de pasar y aunque Adela apenas tenía 4 años, sentía la pesadez en su memoria y veía de nuevo frente a sus ojos como la muerte le había llegado de manera fulminante mientras ella contaba las naranjas del cultivo con sus pequeñas manos y sus números en desorden.
Acomodando su camisa y limpiando cada una de las lágrimas que había derramado sobre el cuerpo ebrio de su esposo Camilo,  iba tomando la decisión de saltarse el ritual.   No haría reunión alguna,   no gastaría un solo peso en el maquillaje, el perfume y el baile al muerto.  Ya sabía como había que hacer para llevarlo a la fosa común,  entonces retiró los zapatos de Camilo, los metió en la mochila junto a su chicha y empezó a arrastrar el cadáver  recordando claramente como lo había hecho algún día su madre.
Y es que eso de andar gastando plata en comida para todo turista del funeral era desmedido y si había chicha extra, sería para emborrachase su matriz.

Subió a Camilo en el brioso corcel en el que él mostraba sus habilidades en las cabalgatas cada año y ella se encaramó después, agarrándose firmemente del animal con sus piernas cascorbas de haberse parado biche; no podía encajar mejor.
Recorrió largas distancias ese caballo al trote con un su jinete heladamente escurrido y una esposa resuelta, abrumada.   Recorrió hasta donde sus patas aguantaron,  cayendo al piso agotado.
Después le tocó a Adela arrastrar el cuerpo sin vida de su marido por entre el barro.   Empujaba melancolía y soledad por entre zanjas y trochas  hasta que el dolor y la tristeza fueron testigos de su último aliento.

De chicha en chicha el animal ya alcoholizado le causó una muerte irreparable,   la muerte de un cuerpo recolector de naranjas, la de un cuerpo automedicado, la de un cuerpo con pena de amor.



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